“CAMBIAR
TODO PARA QUE NADA CAMBIE”
En
el libro, el príncipe Fabrizio Salina entiende que, a pesar de la llegada de
nuevas ideas, su poder y el de quienes lo rodean no debería verse seriamente
afectado. Para eso, recurre a movidas estratégicas que conservan lo esencial de
su mundo, aunque a simple vista parezca que todo está cambiando. Si saltamos de
la Sicilia de El gatopardo a la Colombia contemporánea, podríamos
señalar a quienes dicen querer “reformar” o “reinventar” la política, pero
terminan pactando con viejas élites y se conforman con gestos simbólicos que no
llegan a la raíz de los problemas.
Es
así como surgen figuras similares a “Don Carloyero” —un líder oportunista
imaginario— que se aprovecha de la confusión y las pocas reglas claras para
ascender sin preocuparse realmente por la gente. Al mismo tiempo, el público se
vuelve testigo de promesas sobre mejorar las carreteras, construir sistemas de
drenaje o reducir el desempleo, planes que muchas veces se quedan en el papel.
Mientras tanto, la corrupción y la política de compadrazgo, esos acuerdos de
favor entre quienes están en el poder, frenan iniciativas que podrían marcar la
diferencia.
Algo
parecido sucede con los personajes de la novela. El joven Tancredi y la
carismática Angelica, a pesar de representar la juventud y la esperanza,
terminan asegurando sus privilegios, mientras la dulce Concetta, hija de
Fabrizio, simboliza la ilusión de un futuro nuevo que poco a poco se difumina.
Del mismo modo, hay colombianos que, con ideas frescas y ganas de cambio, se
topan con un sistema hecho para los que saben “moverse” en la burocracia y las
negociaciones de pasillo.
En este cruce entre la ficción siciliana y nuestra realidad, aparece el tema de la unificación italiana impulsada por Garibaldi, un proyecto enorme que buscaba revolucionar la política y la sociedad de la época. En Colombia, también tenemos grandes iniciativas para reformar la justicia, la educación o la economía; no obstante, muchas de ellas naufragan ante intereses particulares. Si en El gatopardo los nobles adoptaban cierta fachada de modernidad para seguir igual, aquí somos testigos de discursos que suenan prometedores, pero que a veces terminan en acuerdos que no quitan el sedimento de las viejas costumbres.
El
reto, entonces, está en no dejarnos llevar por la apariencia de cambio, sino en
exigir hechos concretos que busquen resolver la desigualdad, la corrupción y la
inseguridad. Se necesita apostar por planes de largo aliento que comprendan la
realidad de los barrios más vulnerables y las zonas rurales más abandonadas,
siempre con un sentido de responsabilidad y un compromiso real con la
comunidad. De lo contrario, nos arriesgamos a vivir, como en El gatopardo,
una renovación que al final resulte ser puro maquillaje.
En
este espejo literario, la clave es aprender que lo verdaderamente transformador
va más allá de rostros nuevos o palabras bonitas. Colombia tiene la oportunidad
de convertir sus grandes promesas en realidades visibles, pero eso implicará
dar un salto que vaya mucho más allá de los pactos de siempre. Al final, evitar
el desenlace gatopardista depende de la voluntad de todos: ciudadanos, líderes
locales, empresarios y gobiernos, quienes deben entender que la modernización
no puede quedarse en un simple cambio de escenografía.